28 de octubre de 2005

A la lata, al latero

Año: ya ni recuerdo. Atando cabos puedo decir que sería allá por el ´95. Yo tenía veinte años. Uno está bastante al pedo a esa edad. Tan al pedo estábamos con mis amigos que un sábado a la noche nos fuimos a los Arcos del Sol (no recuerdo si ese era exactamente el nombre), ahí, en Palermo, detrás del KDT y al lado de la pista de manejo del ACA. Y simplemente nos recostamos contra la baranda que había como límite entre la calle a la que daban todos los boliches y el estacionamiento.
Yo andaba con una onda mezcla entre ecologista y anti-porteños. Y estaba al pedo.
Los autos pasaban despacito, haciendo facha. Pasa uno -no me lo olvido más, un Renault Clio negro con vidrios polarizados- y el tipo que venía en el asiento del acompañante revolea una latita de gaseosa vacía, que vino a caer justo dos metros delante mío.
Ese instante, una milésima de segundo, una fracción de energía en el universo de tiempo y espacio, lo decidió todo. Lo que vino después se originó allí. En la latita cayendo, en mi mirada, en mi dejar la cómoda posición de recostado en la baranda para levantar la latita, acercarme al auto, y decirle al flaco mostrándole el recipiente: “che, ¿por qué no la dejás en el auto y después la tirás cuando encuentres un tacho?”
Es conveniente aclarar en este instante del relato, que en ese momento no hacía uso de drogas, y en esa noche en especial no me encontraba notoriamente alcoholizado.
El flaco me miró con una cara muy asquerosa, de mucho desprecio, de mucho “me cago en todo”, y en realidad creo que esto -después de aquel instante en que la lata cayó al piso por vez primera- fue también muy decisivo en la concatenación de hechos que se sucedieron a partir de aquí.
Podría seguir con elucubraciones sobre lo trivial de las decisiones, la inmadurez, la sincronía de los encuentros en vidas aparentemente disociadas, pero lo que al lector le interesa es que el tipo agarró la lata que yo esgrimía en mi mano, y volvió a revolearla a la calle. Ni me acuerdo si dijo alguna palabra. Tal vez haya gruñido.
Esto tocó mi amor propio, pero también mi amor por la civilización, por el urbanismo y el sentido común; tanto, que me di vuelta, caminé nuevamente hasta el recipiente metálico, lo levanté, volví sobre mis pasos y lo arrojé al interior del automóvil.
Aquí sí. Podemos decir que aquí empezó la hecatombe (en cualquiera de sus dos acepciones: 1. Desgracia, catástrofe y 2. Sacrificio solemne en que es grande el número de víctimas). Desde aquel día juré que nunca más dejaría -en este tipo de situaciones- que mi contrincante abriera la puerta del auto. Juré que empezaría a las trompadas por la ventanilla.
Pero esa última vez el tipo abrió la puerta y salió.



Utilizando la técnica de Jack, el que quiera saber como terminó todo, vuelva en unos días y contaré el resto.

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