7 de noviembre de 2005

A la hija del chocolatero

Se me vino encima y lo atajé con el pecho, a lo macho. Empezamos a discutir, pero vinieron mis amigos así que el tipo se calmó, sus amigos lo metieron de nuevo en el auto y siguieron su camino. El tipo era petiso pero macizo. Volvimos a nuestra baranda, mis amigos putéandome y yo dando explicaciones pelotudas. Todos pensábamos que todo había pasado y que había sido una boludez y listo. Estábamos equivocados. En ese momento apareció lo que se llama un “rolinga” y nos dijo “vieja, si se pudre estamos con ustedes eh, esos son amigos de los patovas pero los vamo´ a matar”. Qué buena noticia. Bah, una buena y una mala.
No fuimos tan boludos en no controlar que hacían los tipos en el estacionamiento, pero sí se nos escapó que los que venían en el auto de atrás también eran amigos de ellos.
Como decía, desde la baranda los veníamos venir con una trayectoria que no colisionaba con nuestra posición, así que estábamos tranquilos. Pero, como las acciones humanas no son predecibles, nuestro pronóstico falló, y la trayectoria luego de cruzar la baranda tomó un claro sesgo hacia la dirección en la que nos encontrábamos. Sin contar que el grupo del otro auto venía recorriendo una trayectoria simétrica por el otro lado del estacionamiento.
Consecuencia: el tipo se me vino encima de nuevo. Diferencia: a las tres palabras revoleó una trompada que esquivé y le dió de lleno a Beto, el más livianito de mis amigos, que dibujó una perfecta parábola de varios metros de largo. Y aquí verdaderamente, aquí sí, comenzó la hecatombe a la que me refería unos párrafos más arriba.
A mi me agarraron entre dos, pero no lograban pegarme así que uno me agarraba de los pelos y el otro me arañaba toda la cara tratando de que no me escapara.
Para esto alrededor mío se había desatado una verdadera batalla campal.
Beto tomó carrera y le dijo a Gabriel -que intentaba sacarme a los tipos de encima- que se corriera. Le metió tremendo puntinazo justo en el huesito dulce a uno de los que me agarraba. Con esa ayudita logré zafarme de esos dos, pero grande fue mi sorpresa cuando al tratar de ponerme un poco en situación, siento de pronto un fuerte golpe en mi cabeza y un líquido que empieza a descender desde mi cuero cabelludo. Era cerveza. Me doy vuelta, y una de las minas con las que estaba el chabón del inicio, me había dado -paradojalmente- un latazo en la cabeza.
Como decía, a nuestro alrededor se desarrollaba una batalla campal. Se habían sumado los rolingas, y veíamos venir corriendo desde la puerta de los boliches a los fornidos patovicas. Por suerte Beto tuvo un momento de sensatez y nos fue buscando al resto con este elocuente mensaje: -rajemos que se arma la gorda.
Así fue como apareció Fabián, el más grandote de nosotros, que estaba agazapado detrás de un árbol. Uno a uno nos fuimos juntando, hasta que completado el grupo comenzamos la retirada. Como mi amigo Beto se había quedado con la sangre en el ojo por la trompada que había ligado, nos hizo esperarlo mientras él iba y les dejaba a los tipos un recuerdito de la llave de su casa en la chapa del auto. De guardabarro a guardabarro. Una pinturita.
Mientras nos íbamos veíamos el fragor de la batalla, los cuerpos que volaban. Parecía un cuadro de una historieta de Ásterix. Y así, señoras y señores, este cuento, se ha terminado.
Siempre me quedé con la intriga de saber que habrá pasado, quien habrá ligado más -si los rolingas o los patovas, porque aquellos eran muchos, de ver la cara de los tipos al encontrar el auto. También me hubiera gustado presenciar el momento en que todo se termina, y al disiparse la riña, yo, el que había originado todo, no estaba. En fin, nunca lo sabré, pero que se armó un lindo bolonqui ese día por mi culpa, no se puede negar.

Update: gracias Ad por la memoria...

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