26 de agosto de 2005

Rinoscopía

En casa hay un ventanal hermoso y enorme, por el que entra mucha luz. Tan enorme es, que hay algunas partes, allá, por arriba, a las que no se puede llegar.
El martes llovió muchísimo en Buenos Aires. Cuando llueve, por algún lugar del ventanal el agua logra escabullirse. Así que el martes entró mucha agua.
Junto al ventanal hay una escalera, con escalones de madera que plastifiqué y atornillé yo mismo.
La combinación de la lluvia, el ventanal y la escalera fue luctuosa.
Era la mañana temprano y yo venía bajando, medio dormido. Apoyé el talón en un escalón, y fue entonces cuando dejé de ser dueño de mi cuerpo para convertirme en siervo de la fuerza de gravedad. No había de qué agarrarse, todo estaba mojado. Lo primero que sentí fue la dureza de cada uno de los escalones que golpeé con mi espalda. Y seguía bajando, ahora en plano inclinado.
Esto que puede parecer largo, duró en realidad milésimas, centésimas, décimas de algún segundo quizás. El estado de (in) conciencia en el que uno entra en esos momentos es increíble. La cantidad de palabras, imágenes y pensamientos inconexos que aparecen, pasan y se van de nuestra mente no pueden medirse en parámetros normales.
Voló la maceta que había puesto hacía pocos días en un borde de la escalera. Mientras yo caía escuchaba todos y cada uno de sus pedazos: caer, rebotar, tintinear, descansar.
Al llegar a la parte de abajo inenté esquivar la pared, esa en la que la escalera da vuelta hacia la izquierda, para terminar en dos breves escalones.
Casi llego. “Casi” puede traducirse en: “mi nariz”. Pegué fuerte. Muy fuerte.
Tuve conciencia de la fractura desde el primer momento.
Cuando llegué al piso puteé. Me agarré la nariz y la acomodé. No se por qué, no hay razón, pero puedo adelantar que salió bien.
Esto se hizo muy largo. Yo quería escribir sobre el dolor. Y sobre la adrenalina.
Quienes tenemos tatuado el cuerpo sabemos del estrecho límite que separa el placer del dolor.
El otro día lo viví de manera distinta, involuntaria.
Cuando la adrenalina empezó a licuarse, a dejar de hacer efecto, comenzó a aparecer el dolor, y es entonces cuando uno quiere volver a vivir ese momento, ese que le hizo librerar esa sustancia que le hizo dejar de sentir, y a la vez sentir todo mucho más intensamente.
Cuando el dolor se iba retirando -decía- empecé a sentir los dientes adormecidos, como cuando ya tomaste bastante merca, y te empieza a bajar. Igualito.

19 de agosto de 2005

Después de las golondrinas

Habitan ese lugar que para el resto,
que no es como ellos,
es sólo un lugar de ida y vuelta...

Mientras todos pasan,
ellos viven y reviven.
Desierto de cuerpos en tránsito

Los observo hace meses.
En mi interior los saludo, y armo puentes

Uno marrón y negro,
el otro blanco, con algunas manchas aquí y allá
Aquel estaba primero,
y aceptó la compañía del otro.

Tienen cuatro patas.
Pobrecitos los que pasan,
sólo mirándolos
pensando que no tienen alma.

Estas palabras -ya que no me animo a llamar a este amasijo poema- están dedicadas a dos anónimos canes que habitan la Plaza de Mayo.

9 de agosto de 2005

Encuentros cercanos del peor tipo

Un post de Naty, me hizo recordar esta anécdota:

La conocí de manera particular. Cursaba una de mis últimas materias en la facultad y por razones que no viene al caso detallar aquí, lo hacía con la que hasta algunos meses atrás era mi novia. Se dio la casualidad de que nos cruzáramos en algunas otras oportunidades fuera de la facultad, y que además ella cursaba otra materia junto con mi ex, lo cual la acercó a mí y permitió que intercambiásemos pareceres y miradas.
Debo decir -aquí sí- que F. me resultó muy atractiva. Ojos grises, pelirroja (después me enteraría de que no era su color natural, lo cual confirmó que le quedaba muy bien y alguna otra cosa más), un cuerpazo, hincha de Boca, y dos cualidades para mi importantísimas: la de llamar la atención apenas entra en cualquier lado, y ese dejo de melancolía en el rostro que me atrae particularmente. Incluso hoy día, después de un año de aquella experiencia, recuerdo más sus maneras, sus miradas, y algunas palabras, que su cuerpo. Lo cual habla de la nobleza de mis sentimientos hacia ella. Nobleza de la cual creo, ella nunca supo o quiso saber.
El hecho es que estábamos llegando al final de la materia y yo no había intentado ningún acercamiento. Tanto se acercaba el final que llegó el día del segundo parcial y yo, nada. Yo ya había arreglado con mi ex (gran error), que ese día después del parcial iríamos a tomar un café para charlar (lo cual no quitaba mis ganas de acostarme con ella). De los tres -por la inicial del apellido- yo rendía primero, después (bastante después) le tocaba a F., y después a M.
Cuando salí me senté en un banco al lado de la puerta del aula y pensé: si no hago algo hoy, ya está, fué.
F. Salió del aula y me pareció que no me había visto sentado en el banco. Caminaba con sus piernas largas hacía el otro lado del pasillo. Como en la Facultad de Derecho los pasillos forman un cuadrado, me levanté y salí corriendo a dar la vuelta para el otro lado, no fuera a ser que se me escapara. Al verla, en el vértice opuesto al del aula donde tomaban exámen, bajé la velocidad, el ritmo de mi respiración, e hice de cuenta que nos habíamos cruzado de casualidad. Creo que no hablamos mucho hasta que de la nada le pedí el teléfono. Sabía que no podía invitarla a tomar algo porque ya me había comprometido con M.
“Pero vos tenés novia” me dijo. Le repetí –porque creo que ya se lo había dicho- que no éramos novios aunque –admití- la situación pareciera un poco bizarra. Finalmente aceptó darme el teléfono y se fue.
Ahora viene la anécdota: M. terminó enseguida y a mí no se me ocurrió que pudiera llegar a pasar lo que pasó: al ir a cruzar la avenida Pueyrredón junto con mi ex, la veo a F. en la parada del colectivo que está enfrente, mirándome. Todavía recuerdo su cara y mi sonrisa.
La llamé alguna vez después de eso, y se me ocurrió que una buena manera de acercarme a ella de forma natural sería verla el día que firmaban las libretas (aunque yo nunca en mi vida hice firmar mi libreta).
Eso fue un jueves. La encontré en la facultad, y le dije “oh, que casualidad, yo nunca hago firmar la libreta pero hoy andaba por acá...(¿?)” y la invité a tomar algo. Todo muy natural, pero el hecho importante es que nos quedamos en un café charlando (¡yo no comí nada!) como hasta las once de la noche.
Me ofrecí a acompañarla, pero se negó. Ella vivía en aquel entonces en Banfield.

8 de agosto de 2005

Quase um segundo

Buenos Aires, Miércoles 3 de agosto de 2005, 17.45 PM.
La Ciudad y yo apuradísimos. Ella, como siempre, yo, porque estaba llegando tarde. Como siempre.
Nunca ando en auto por el centro de la ciudad un día de semana, pero ese día había tenido algunas cosas que hacer para las cuales necesitaba al cuadrúpedo metálico, así que en eso andaba.
Voy por Arenales, cuando al dar la vueltita esa que pega la calle gracias a la locura del trazado de esta urbe en Uriburu, lo veo.
Ahí estaba. Enorme. Como nunca lo había visto. Juro que nunca lo había visto así.
Colgando su corpulenta redondez de quién sabe que cuerda estelar. Colándose justito justito en el hueco que dejaban los edificios al dar paso a la calle.
Después de un rato empecé a escuchar los bocinazos, las puteadas de los tacheros, las aceleradas frenéticas, a notar a la gente que caminaba por las veredas, que me miraba azorada.
Puse primera y salí, con una de mis mejores sonrisas de los últimos tiempos y las pupilas llenas de luz.


5 de agosto de 2005

Vida siempre



Me gusta de mi vida esta capacidad para pasar de tratar un tema trascendente y peliagudo, de cierta complejidad e importancia, a las banalidades y nimiedades más superficiales. Creo que de eso se trata la vida ¿no?
Por ejemplo, hoy estuve leyendo un artículo en Le Monde Diplomatique sobre el negocio del miedo, cuyo autor explica su tesis de que se está dando una transformación en los países del primer mundo occidental, en la que la militarización y el armamentismo se están replegando puertas adentro, por lo cual la policía -que en los países del primer mundo nunca estuvo militarizada como acá- está comenzando a hacerlo (en equipamiento, técnicas y competencia).
Un rato después, sentado en un bar, escuchaba una canción de The Cure (no se cuál) y, gracias a que el sonido era emitido en una frecuencia particular, la voz de Robert Smith no se oía, y me dije: “Qué importante es la voz de Robert Smith en The Cure. Sería otra banda...”

2 de agosto de 2005

El vocabulario que supimos imponer

Hace algunos años y siendo yo adolescente, gracias a mis incursiones en el mundo "payuca", es decir, mi contacto con jóvenes del interior del país, incorporé a mi vocabulario como muletilla, la exclamación "¡obvio!", al final de frases, o como aseveración al estilo de los usadísimos "aha", "mirá vos", etc.
Al principio hubo cierta resistencia de parte de mi círculo de amigos, que me decían cosas como "¡che, pará con el "obvio" que me tenés podrido!" a lo cual yo respondía "¡obvio!".
Con el tiempo pude ver que esta muletilla creció y creció en su uso, hasta hacerse muy masiva. Tanto como para poder ver personas y personajes en radio y televisión utilizando la referida interjección sin ningún tipo de reparos.
De este mismo modo entiendo que a partir de mi círculo de amistades hemos impuesto la utilización de la expresión "¡qué amor!", también en su variante "¡un amor!", y el ya conocidísimo "nada", al principio o al final de las oraciones. Niego desde ya, todo vínculo entre tal expresión y el "tipo nada" que ha bajado desde las clases más altas de nuestra tilinga sociedad para imponerse a través de la mofa en los medios de comunicación.
Bueno, nada, eso es todo lo que quería decir en este post. ¡Un amor! ¿no?
¡Obvio!

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