17 de junio de 2005

NOCHE DE DISCO

Una historia bastante simple, pero íntimamente algo terrible.
Era un sábado como tantos otros en que salimos a bailar Martín y yo solos. Una mínima diferencia apuntable ab initio podría ser que esa noche en casa tomamos whisky, y no cerveza. Es que estábamos empezando a dejarla, o mejor dicho a cambiarla, porque a los 25 ya se le puede dar al whisky sin parecer uno ni más viejo ni más alcohólico de lo que es, y por otro lado uno ya no se banca como antes la hinchazón que causa la cerveza.
La cuestión es que llegamos al dancing y todo se veía muy bien (lo que debe interpretarse como que había muchas y regulares minas). Pedimos dos J&B para no mezclar alcoholes y seguir con el buen humor que teníamos, y partimos a efectuar la usual recorrida de reconocimiento; que ese día tenía una doble función, porque había que relojear a las minitas y –como hacía mucho que no íbamos- ver si el boliche estaba igual. Para dar una idea precisa de la arquitectura del lugar, el boliche es –como decía un primo mío- ideal para borrachos: a lo largo y sin escalones.
Fuimos hasta el fondo, donde intenté hablarle a una petisa de pelo corto que aunque parezca mentira estaba leyendo una revista (y resalto lo del corte de pelo porque me calienta mucho el pelo corto en las mujeres), y que no debía estar tan aburrida como a mí me había parecido porque no me dio bola. Visto ello, la emprendimos en vuelo rasante hacia el frente del local.
Fue ahí que la vi. Y no necesité más que verla, para entender que quería garchármela. Ahí mismo, mientras todos me miraban. Pero me contuve.
Tenía un cuerpazo, con ojos y movimientos felinos, y bailaba con una amiga que, lamentablemente no estaba tan buena. Uno de los pensamientos que se me cruzaron en ese instante por la cabeza fue: “si esta noche yo me gano esta mina, cerramos el boliche, nos vamos todos, y se acabó, me retiro.”
Hicimos lo que se debe hacer en estos casos según el manual del buen buitre, que es bailar seductoramente junto a las señoritas. La mina –mientras tanto- no hacía más que rebotar chabones, y yo no quería pasar a revistar en las filas de los rostros cortados, así que pasado un rato en que no logré establecer contacto ocular recíproco, le dije a Martín: “vamo’a tomar un champán”, a lo cual él accedió sin oponer ningún tipo de resistencia.
Debido a un percance acaecido en nuestra excursión a la barra, nos quedamos charlando con unas minas más grandes que se engancharon a conversar. Fue así que pasó un rato durante el cual logré que esta otra mina: me llamara “cosita” en reiteradas ocasiones, me dijera que no podía ser tan perfecto como le estaba pareciendo a ella que yo era, me hiciera mostrarle el documento para ver que no le mentía con mi edad, y sacara la cara en una gambeta maradoneana para esquivar el beso que le tiré. Finalmente me dio únicamente su teléfono, y se fue porque sus amigas se estaban yendo. Me pareció bien.
No tenía muchas esperanzas de encontrar a la otra mina, porque había pasado ya bastante tiempo, pero por las dudas nos dirigimos a la pista de baile a ver que pasaba.
Seguía ahí. Se la estaba encarando un pelado que no duró ni treinta segundos. Martín me dice algo como: “a ella le gustan con pelo”. Me habrá parecido buena la frase porque me acerqué a ella y más o menos la repetí. Y sonrió. Una sonrisa muy linda. ¡Y también con esos ojos! Pude ver después cuando salimos que eran celestes con un poco de gris muy claro. Adentro, con las luces, se veían como si fueran los ojos de un tigre albino.
Y no se de qué corno seguimos hablando, pero la cuestión es que tanta bola me dio que dejó de bailar, yo le empecé a cantar boleros al oído mientras la acercaba para bailar más juntos, la invité a tomar una coca (yo tenía la boca seca, y para alejarnos del ruido), seguimos charlando (ahí recién le pregunté el nombre), y al final –como creo dijo algún prócer- terminamos transando. Tuve bastante suerte, porque el gol del triunfo fue en tiempo de descuento. Nos cerraban el boliche. La suerte del campeón.
Cerramos el boliche y salimos.
Anduvimos un rato por la calle boludeando y transando (Martín se había ganado a la amiga), caminamos un par de cuadras, pude ver el (repito) increíble color celeste de sus ojos, y le canté Morena dos olhos d’agua de Caetano Veloso, mientras le daba calor a sus manos con las mías. ¿Qué más se puede pedir a un amante latino?
Finalmente se fueron las dos en un taxi, eran como las ocho de la mañana, no daba para hacerse los galancetes, y además se iban las dos juntas a dormir a lo de una de ellas. Obviamente antes de irse me dio su número de teléfono.
El martes siguiente se me ocurió llamarla para ver si podíamos concretar el asunto, así que después de la cena me tiré en mi cama y llamé al número que me había dado.
Me atendió una voz de mujer y yo pregunté si podía hablar con Fernanda. La mujer me respondió: “No, Fernanda está ocupada pero si querés te puede atender otra chica, ¿estás muy apurado? Tengo cuatro ¿Que tipo de servicio querías..?”

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