13 de junio de 2005

DREXLER

Calle Corrientes, sábado, 22.15. En el trayecto que recorremos hasta llegar a la puerta del teatro, soy testigo del devenir de una fauna humana como hacía tiempo no contemplaba. El fenómeno de la resurrección de esta otrora insomne avenida me choca de modo extraño, contradictorio.
Sumado al ambiente surrealista, me encuentro con un pibe con el que jugaba al rugby hace algunos años, y ya todo me parece increíble. El variopinto de gente que hay a mi alrededor constituye -pienso- una muestra clara de lo que es esa clase media cuya existencia de alguna manera usualmente niego.
Habíamos visto a Drexler hace algunos años -no recuerdo si en el 2001 o 2002- en otro teatro de la calle Corrientes, pero más chico, y como mucha menos gente lo conocía, el público era más homogéneo, más afín a mí, a la gente de la que me rodeo. Aquella vez me encontré con gente conocida, por ejemplo, una colorada -de quien no viene el caso hablar aquí- que me había estado volviendo loco hacía un tiempo.
Fuimos subiendo los distintos niveles del teatro hasta llegar al superpullman. Allí ingresamos, buscamos nuestra fila y asientos y nos ubicamos, incumpliendo una norma no escrita que, observamos luego, el resto del público respetaba ritualmente. Parece que hay que esperar parado en el pasillo hasta que el acomodador te ubique, incluso aunque uno sepa cuál es su asiento y lo tenga a medio metro. Decidimos que estaba bien no cumplirla.
Una vez sentados nos dedicamos a esperar, criticando a la gente que teníamos alrededor y charlando sobre superfluidades.
A mi izquierda se ubicó una familia tipo (he aquí un botón de muestra de lo cambiado del público) con una niña de aproximadamente ocho o nueve años de edad, que en un momento se enculó, y por un instante pensé que si ese estado de ánimo le duraba, personalmente la iba a arrojar a la platea. Por suerte al rato se calmó (de hecho se durmió, un desperdicio).
Pasemos ahora a hablar del espectáculo.
Drexler es un tipo que me cae bien, definitivamente. Su recolección de ritmos rioplatenses, sus coqueteos con la electrónica, y su bajo perfil me agradan. Siento cierta empatía, digamos.
Su bajo perfil, sin embargo, no obstaculiza un gran manejo del público, con un ida y vuelta constante en el que él un poco se deja llevar, y otro poco (o mucho) es él quien lleva al público de las narices. Esto fue patente en la “milonga del moro judío”. De repente, todo el teatro cantaba “yo soy un moro judío, que vive con los cristianos/ no sé que dios es el mío, ni cuales son mis hermanos”. Yo no lo podía creer, miraba a mi alrededor, me frotaba los ojos. Toda esa gente cantaba ESO. ¿Había tantos judíos? ¿Había tantos musulmanes? ¿Tantos ateos y agnósticos? No tuve y no tengo respuesta.
Otro aspecto de este fenómeno apareció en "Se va, se va, se fue" cuando Jorge hizo al público tararear una escala no tan fácil a la hora de conjugar tantas voces.
Drexler se anima a seguir buscando hasta en sus canciones más exitosas, les cambia el tempo, el sentido, las explora, mete mucho sampler, mucho ruidito (hasta se podría decir que es un poco progressive, jaja). Y todo eso sin perder de vista que es de aquí, del Río de la Plata, donde lo que se siente y se exuda es el candombe, la milonga, la zamba, el samba, la chamarrita, la polca, el chamamé y la bossa.
Haber escuchado a un tipo decir “bueno, ahora este tema lo voy a tocar en aires de milonga, que es como a mí me sale” y que todo un teatro de la calle Corrientes lo aplauda me parece un signo de los tiempos.
Bueno, dejo acá porque esta reseña se está haciendo un poco larga.
Ah, antes de irme. Gracias, Jorgito.

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