17 de marzo de 2005

Cuaderno Rojo 28-02-05

La era de la urgencia, así definiría hoy el estado de nuestra civilización.
Todo se ha tornado urgente: la necesidad, la riqueza, el conocimiento, la satisfacción y la insatisfacción.
El envejecimiento es tan urgente que se hacen cirugías para tornarlo aún más urgente.
La comunicación debe ser instantánea, no puede mediar más que un poco de tiempo entre emisión y recepción del mensaje.
El amor se ha vuelto también muy urgente. Tanto, que ya ni sabemos cuál es su función, y ni siquiera sabemos cómo es el sentimiento.
Y es que el sentimiento es algo que necesita un desarrollo, una madurez, para alcanzar su plenitud. Pero no, no hay tiempo.
Hasta el escribir se ha vuelto urgente, y apuro estas líneas para terminar antes de llegar a la estación de destino, y es que corro el riesgo de traspasar los molinetes y olvidarme de esto, urgido por alguna cuestión que sobrevenga al ir subiendo la escalera mecánica.
Ni tiempo de rascarme la nariz -que pica- tengo.
Y de aquello llego entonces a una urgencia primordial, y constituyente de lo que llamo la condición humana: la urgencia de la memoria, que es una de las urgencias que no encontramos en la cartilla de "urgencias establecidas", porque es justamente la memoria, la de las luchas, la de los procesos históricos, la que -en pocas palabras- nos cuenta lo que hoy somos y por qué es que lo somos, va contra las urgencias que nos impon(emos/en).
Es por eso que entre muchas otras, entiendo que existe la urgencia de imponernos una lucha por nuestra memoria, que es también una lucha por nuestra identidad.

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